María Moliner, la ilustre ‘rara’ de la calle de Don Quijote

Moliner, autora del “Diccionario de Uso del Español”.

Hablamos con Consuelo Briones, quien trabajó 10 años con ella

Se cumplen 50 años de la primera publicación del “Diccionario de Uso del Español” de María Moliner (1900-1981). 15 años utilizó esta mujer de Paniza (Zaragoza) para ver publicado su diccionario (Editorial Gredos 1966-1967) en dos volúmenes, con la gran ayuda de Dámaso Alonso, entonces director de la Biblioteca Románica Hispánica.


“María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana, dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y –a mi juicio- más de dos veces mejor”, declaró Gabriel García Márquez sobre la obra de Moliner.


La bibliotecaria y lexicógrafa María Moliner vivió en el barrio de Tetuán en la calle de Don Quijote número 1, y por esas cosas del azar hemos conocido a una vecina de Tetuán que trabajó para ella, como interna en el servicio doméstico. Corrían los años 50 cuando Consuelo Briones Romaniega de Gumiel de Izán (Burgos) con tan sólo 15 años se marchó de su pueblo a trabajar a Madrid. Se instaló en la calle de Hernani en casa de unos tíos y su primer trabajo antes de casarse a los 25 años fue en la casa de María Moliner que ya había empezado a escribir su diccionario.


“En el primer encuentro con Moliner me pareció una señora muy seria, pero tratable, sencilla. Me dijo eres muy jovencita para trabajar aquí porque somos muchos, eran cuatro hijos y el matrimonio, pero vamos a probar y así te amoldo a mi manera. Estuve 10 años trabajando y viviendo con la familia”.


“Y entré ahí a trabajar y ahí me quedé, y de allí salí para casarme, vino a mi boda en la iglesia de Los Ángeles en Bravo Murillo con su hijo pequeño; y después poco supe de ella, al poco de casarme tuve mis dos hijos y perdimos la relación, eso sí cuando publicó el diccionario la llamé para felicitarla”, nos cuenta Consuelo con nostalgia. Nos relata cómo era el día a día de María Moliner. “Después de desayunar regaba y arreglaba sus plantas, que le gustaban mucho, y echaba un ratito con el diccionario antes de irse a la biblioteca de la escuela de Ingenieros Industriales donde trabajaba. Volvía a casa y tras un pequeño descanso después de la comida se ponía otra vez con el diccionario. En un rincón del salón tenía su mesa de trabajo con un atril con el diccionario de la Real Academia y otro al lado, y allí escribía a mano sus fichas de las palabras. Tenía sus horas para trabajar en el diccionario, era muy ordenada y meticulosa, no le gustaba que le tocaran sus papeles, pero en alguna ocasión le ayudé a colocar las fichas, se me daba bien, y también llevé las páginas a la casa de Dámaso Alonso.


Cuando empecé a trabajar con Moliner tenía el diccionario empezado, ella creía que en 5 o 6 años lo acabaría, pero se fue animando y yo me fuí ya casada y no lo había acabado. Me decía, si me llegan a publicar el diccionario mis hijos tendrán la vida resuelta”.


La define como una señora muy sencilla, “la veías por la calle y tan normal, siempre con el pelo recogido con un moño, una vez quiso quitárselo, pero sus hijos no la dejaron, decían que era su estilo. Fíjate si era sencilla que cuando había que hacer en la casa limpieza general colaboraban todos, los chicos quitaban la cera, y luego yo lo acababa. Además, era una señora muy seria, no le gustaban los chismorreos; en una ocasión le conté algo de otra casa –ya sabes, las chicas de servir hacíamos nuestro cotilleo– y ella me dijo que esas cosas no le interesaban nada, sólo su casa y su familia. En el barrio la calificaban de un poco rara”.


Consuelo nos confiesa, emocionándose al relatar esta anécdota: “A mí me gustaba mucho leer y estudiar. Era bastante listilla ya desde bien pequeña, en el pueblo. La señora me propuso seguir estudiando, pero había mucho trabajo en la casa y no era posible, hasta ella lo reconoció, pero como la tarde la tenía prácticamente libre fui a aprender corte y confección a una academia, justo en la glorieta de Cuatro Caminos. Me costaba 10 pesetas al mes, y Moliner, generosamente, me dijo que eso me lo pagaba ella”.


De esa época en la que trabajó con Moliner tiene muy buenos recuerdos: “El día libre íbamos a los bailes, a La Polka, que estaba abajo de Raimundo Fernández Villaverde, al Metropolitano en la avenida de la Reina Victoria, al cine Europa, que decían que era el más grande de Madrid. Me gustaban las barcas del Chuletín en la plaza de la Condesa de Gavia, detrás del Mercado de Maravillas; y otra distracción muy habitual era comprarse un cucurucho de pipas y pasear por Bravo Murillo. El jueves y viernes santo era típico ir a la Dehesa de la Villa, llevábamos la merienda y se pasaba muy bien. O a celebrar la fiesta del Carmen abajo de Raimundo Fernández Villaverde, casi en La Castellana. Y recuerdo mucho una mercería que había en Cuatro Caminos esquina con Reina Victoria, allí compraba muchas cosas para la costura y no tenía que bajar a Pontejos. El barrio era todo campo, estaban los lavaderos, esa zona la llamábamos ‘el campo de los artistas’ y se ponían las chicas... (no sabe cómo decirlo) las pilinguis del Chumbica, un bar que estaba en Cuatro Caminos donde ahora está el Rubí y el McDonald’s, decían que allí cantaba Antonio Molina, yo era muy joven todavía. Antes era un barrio, barrio y ahora parece una capital”, concluye Consuelo.


Muchos años han pasado de aquello, pero guarda un grato recuerdo. Actualmente, cuando su salud se lo permite, va al Centro de Mayores de la calle de Leñeros, en la misma calle donde vive, donde formó su familia y sigue viviendo con su hija Nieves y su nieto Julio. ¡Gracias Consuelo por este íntimo testimonio!

 

Beto López



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