“El Chepa” que toreó en la Plaza de Tetuán e inmortalizó Ignacio Zuloaga

El pintor retrató a este insólito personaje del siglo pasado

“Este muchacho tiene la chepa llena de toros”, decía Díaz Cañabate de Antonio Rodríguez, el “Chepa de Quismondo”, amigo del cronista taurino y protagonista de una rocambolesca y apócrifa historia de superación, que tuvo en la antigua plaza de toros de Tetuán uno de sus capítulos más gloriosos. No el mayor, que eso llegaría cuando el pincel de Ignacio Zuloaga elevara al corcovado diestro al Olimpo de otros retratados por el pintor vasco, como Unamuno, Falla, Belmonte, Azorín o el mismísimo Alfonso XIII.


Antonio Rodríguez nació en mayo de 1912 en la localidad toledana de Quismondo, cuna de la dinastía de los Dominguines. Llegó al mundo con una vocación temprana y una grosera desviación de columna, una escoliosis resuelta en una gran chepa y un aspecto deforme. Pero ni esto ni su escasa estatura le alejaron de la pasión por los toros que sintió desde pequeño. “A despecho de su torturada anatomía, Antonio quiso convertirse en torero y, tras recorrer todas las capeas y demás festejos taurinos de la provincia, acabó en Madrid sin encontrar a ningún promotor o apoderado”, explica el profesor José Enrique Viola.


Ya en la capital, mientras llegaba esa improbable oportunidad, ejerce de peluquero a la vez que asiste a la tertulia de la “taberna de las torrijas”, una célebre tasca en Mesón de Paredes regentada por Antonio Sánchez. Allí conoce a Antonio Díaz Cañabate –que se refería al de Quismondo como “uno de los hombres más buenos que he conocido”– y al pintor Ignacio Zuloaga, otro asiduo parroquiano, con quien compartía vocación taurina y que sería quien finalmente le haría pasar a la posteridad.  


A partir de aquí, el relato se desenfoca, mezclando realidad y leyenda. Según unos, serían sus famosos contertulios quienes, sabedores del anhelo del “Chepa”, decidieran regalarle el sueño de su propia corrida.

UNA OREJA EN TETUÁN

La faena tuvo lugar en la Plaza de Tetuán en 1936, el que a la postre sería último año del coso tetuanero, pues, convertido en polvorín durante la Guerra Civil, iba a explotar sin que se conozcan muchos más datos. Aquella tarde el “Chepa de Quismondo” apareció en el cartel junto a otros dos aspirantes, y según la muy posterior crónica de Pepe Dominguín en “El arte de vivir”: “El Chepa llegó a la plaza con su coche de motor, con sus banderilleros ya mayores, amoratados por la presión de sus ajustadas ropas y por el efecto de algún vinillo de frasca de más”. El becerro, “fuerte, nervioso y correoso”, le propinó alguna que otra voltereta, pero finalmente pudo matar al astado e incluso cortarle una oreja.


Hasta aquí la presunta hazaña de aquella corrida memorable, que no obstante otros soslayan, señalando incluso que el “Chepa” a lo que se dedicó fue al toreo cómico. Otros, más incrédulos, creen que jamás pisó un albero.


El relato, en cualquier caso, regresa a lo verosímil cuando Zuloaga, conocida la afición taurina de su contrahecho amigo, le propuso pintarle vestido de luces, a lo que el “Chepa” respondió:


-  Mire, ya he toreado, y creo que no mal, pero de torero no me he vestido nunca.


Fue dicho y hecho. Zuloaga, que tenía proyectado un cuadro de Manolete que hubo que aplazar, debido a la gira americana del matador –y que nunca pudo hacerse, pues a su regreso el pintor ya había fallecido–, retrató en 1944 al “Chepa”, como hiciera en su día con los diestros Domingo Ortega, Belmonte o el mismo “tabernero” Antonio Sánchez. Se trata de una pintura naturalista donde el autor “no mejoró ni tampoco caricaturizó a su modelo”, y que refleja una dignidad muy en la línea de los enanos velazqueños.


Para entonces, Zuloaga tenía más de 70 años y sólo uno después iba a morir en su estudio de Las Vistillas. Antes de ello el cuadro formaría parte de la última exposición en vida del artista, organizada en la propia taberna de Antonio Sánchez, con los cuadros del “Chepa” y del dueño del local. El retrato seguía en poder del pintor en el momento del fallecimiento en octubre de 1945 y, aunque algunos señalan que fue adquirido por el MoMa neoyorquino –vuelta a lo apócrifo–, nada hay que lo atestigüe, y hoy se expone en el Museo Ignacio Zuloaga, en el Castillo de Pedraza (Segovia).


Dice Cañabate que, al contemplar el éxito de su retrato, el “Chepa de Quismondo” exclamó: “Ya me puedo morir tranquilo, porque quedo en la historia como torero, bendito sea Don Ignacio”. Poco después, el jorobado también fallecería, llevándose a la tumba una credencial artística que ni el mismísimo Manolete.

David Álvarez



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